Antoar. Anotar.

Este domingo hemos ido mi madre, mi hermana y yo a casa de mi hermano. Mi hermano me ha contado que el finde se lo ha pasado escribiendo. Una libreta y un boli. Y que hace mucho tiempo que no lo hacía. Se siente más cómodo pensando en un discurso oral. Hablando con el otro. Ese otro puedo ser yo ahora. Me cuenta que las ideas le van surgiendo en la conversación. Y es verdad. Yo soy testigo de sus hallazgos filosóficos. Prácticamente una vez a la semana, me acorrala y yo me dejo acorralar, con un discurso que va haciéndose casi solo. Como si el que hablara por la boca de mi hermano fuera su propio pensamiento estimulado por mi resistencia, en un principio, a aceptar su tesis, acompañada luego por mi rendición casi incondicional a escuchar el desarrollo de su tesis y su posterior transformación en otra. Una especie de juego hegeliano oral. Supongo, me dice, que me siento empujado a salir del laberinto de mi cabeza y uso como hilo el interés de mi interlocutor y de alguna forma (socrática, apunto yo muy pedante) surge la idea, la posible salida de ese laberinto.  Pero por escrito es otra cosa. Es un esfuerzo extra. Y no es tan fresco. Algo se pierde cuando intentas poner por escrito tus ideas. Yo le digo que escribir me ayuda a ordenarme un poco la cabeza. Él no se identifica con eso. Más bien, me dice, va surgiendo (la idea, el pensamiento, la tesis primera, la tesis segunda) sin apenas ser consciente. Otra cosa es el propio lenguaje, me digo. Y ahí termino pensando en lo mismo de siempre. ¿Es posible el pensamiento sin lenguaje?, me pregunto. He de anotar todo esto, me digo. Y escribo antoar. Y vuelta a empezar. A todas estas, mi hermana ha hecho una tarta maravillosa. De harina de espelta. Una harina insípida que recubre una mezcla de manzana, canela, mantequilla y limón. Una porción de esa tarta nos ha hecho interrumpir el discurso. Saborearla. Asentir con la cabeza. Dejar de lado las palabras. Asumir aquello de la inspiración de la ideas. Aceptar el tiempo. Mi hermano le ha dicho a su hija que el próximo finde, van a experienciar el tiempo. Todo empezó porque ella se quejaba de lo rápido que pasa el finde. Hay dos formas, dice, de hacerlo. O no hacer nada y plantarse frente a un reloj, dice indicando el reloj de la cocina en la que estamos. O hacer algo de manera intensa. Creo que la meditación tiene algo de esto, pienso. Una experiencia así sería atemporal, me digo. Qué estupenda está la tarta, dice mi hermano. Mientras engullo el último trozo sé que todos queremos ignorar al reloj de la cocina. Tengo que anotar esto, le escucho a mi hermano. ¿No será antoar? le digo, divertido. Mientras él sin saber por qué le digo eso, asiente nervioso. Qué rica está la tarta, sentencio con el plato vacío.



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