Cualquier cosa. (El nudo nicótico).

Cualquier cosa puede servir como material narrativo. Sabíamos que había algo de verdad detrás de esta afirmación tan frágil. Y que del conjunto de las mil mascarillas diarias del postcovid estaba saliendo una postbasura. Al principio, cuando se me rompían las tiras, deshechaba la mascarilla, sin haberle dado mucho uso, acumulándola en el coche, con las otras, por debajo de los sillones o en los laterales de las puertas. Hasta que empecé a hacerles un nudo. Me di cuenta de que Abi hacía lo mismo. Al contar algo a partir de una anécdota o una situación real, también hacemos un nudo. Nos resistimos a la fragilidad de las mascarillas como al de los argumentos vacíos. Y logramos crear otros argumentos a partir de la resistencia que hace un simple nudo. Y nos damos cuenta de las tramas posibles, los giros inesperados, los desarrollos de un nudo y de su resistencia tan frágil. Escribir, dicen, nos redime o nos hunde más. O quizás sea simplemente un hábito, como cualquier otro. Y una media necesidad. O una necesidad a medias. Quizás debería darme una suerte de explicación. O ninguna. Hacer una limpieza propia del confinamiento o dejarme llevar por el caos profundo que surge cuando advertimos la gravedad o la irrelevancia de lo que nos pasa. Despertar del narcisismo cansino. Ese que nos hace sentir únicos en lo bueno y en lo malo. Y hace que nos pensemos como el centro, porque quizás seamos, cada uno de nosotros, un centro, una especie de mónada leibzniziana, tal y como me había argumentado Claudia 15 años atrás. El problema no es que todos nos pensemos el centro del mundo, el problema es que somos un centro, decía casi enfadada. Y ahora eso lo recuerdo muchas veces como el argumento o nudo que nos hace suponer, por ejemplo, que la foto que ponemos en el perfil del WhatsApp o en el de cualquier red social, va a significar algo. Que la visibilidad o la invisibilidad va a dar sentido a nuestra relación con el mundo. Y a constituir un relato único. Aún así, a día de hoy, seguimos desgranando recuerdos, observando momentos para extraer algo narrable. Y olvidamos que eso es lo narrable. Igual que la indecisión de un texto que no termina de escribirse. Porque la indecisión es otro argumento. La compra de unos simples tenis adidas, por ejemplo, puede convertirse en una odisea para un indeciso con poco dinero como yo. Lo frágil ya no es la tira en sí sino el nudo. Y su fiabilidad como nudo. Llevo dos días yendo al gimnasio con tenis rotos. No creo que el gimnasio sea un lugar muy seguro para contener el COVID-19. Todos esos cuerpos transpirando. Aunque agradezca volver a una rutina que mentalmente me ayude. Y con tantas mascarillas en la papada. La mía la doblo, la manoseo. Termino rompiendo la tira anudada. Me doy cuenta de que el gimnasio ha sido siempre fuente de argumentos narrativos, de nudos de tiras. Casi desde que empecé. Desde los distintos monitores y sus historias, hasta los cafés postentreno con los compañeros de sudor y fatiga. Y sus vidas contadas en torno a una mesa de plástico. Y yo escuchando o haciendo un nudo con una de mis historias. ¿Un nudo leibniziano? No lo sé. Por ejemplo, me diría que el Murakami canario se apuntó a un gimnasio, hace 4 años, por prescripción médica. Veo el titular en mi cabeza. La operación del hombro izquierdo y su rehabilitación requiere un mantenimiento constante de las ligazones musculares que afectaron a su lesión. Varias luxaciones a lo largo de los años precipitaron la necesidad de una intervención quirúrgica a la tardía edad de 37 años. Por eso y por una ruptura amorosa termina recalando en el gimnasio más cercano a su casa. Antes salía a correr, a nadar o hacía rutas suicidas con la bici. Parecía un etíope. Fin de la noticia. Abi me dijo que hace unos años en un viaje a París, tuvo una serie de situaciones reales, roturas de tiras, por seguir con el símil, que la vinculaban con la cultura japonesa. Vio un ciclo de cine sobre Kitano; frecuentó una zona cerca de Ópera donde se encuentran muchos restaurantes japoneses como si fuera un barrio japonés en París (pero sin la envergadura de barrio, dijo); vio los nenúfares, los pintados y los reales, de Monet, con ese aire orientalista; se topó (ya duda que sea casual y empieza a hacer el nudo de la tira) con otra exposición sobre los dibujos de Hokusai, y finalmente se reencuentra con el Murakami canario que soy yo. El nudo de la tira está hecho. ¡Cuánta fragilidad! Ahora estamos yendo hacia la playa. Como casi siempre en estos días. Nos vamos encontrando mascarillas quirúrgicas por el suelo. Una fase nueva. La de la mascarilla como basura. Prohibido el beso y el afecto, leí el otro día en un artículo. Los besos nicóticos serán con mascarillas o no serán, me digo. Y recuerdo aquella frase de André Breton que leí en su novela titulada Nadja, hace varias vidas ya. La belleza será convulsiva o no será, reza la frase en su traducción española. Le tendré que preguntar a Abi cómo se dirá en francés. Si Breton levantara la cabeza, ¿qué haría con tantas mascarillas? Quizás proteger a las estatuas con ellas. Mil mascarillas y un nuevo manifiesto sobre la fragilidad de la escritura sin objeto. Un manifiesto nicótico, inspirado en el surrealismo. Ya me imagino la sonrisa de Abi insinuándose desde la mueca de su mascarilla cuando se lo diga. Como la estatua aquella de mi trabajo. Que nunca he sabido si en el fondo, su mueca venía o no de una sonrisa. O quizás su expresión de estatua muestre esa insatisfacción de la que estamos hechos. Una insatisfacción crónica. Deseo algo y cuando lo consigo me aburro. Me veo con 20, con 30 y con 40 igual. Abi comienza a quejarse del viento. La arena nos acorrala. Yo pienso en irme, dejarla sola. Estoy indeciso. Al final no compré los tenis adidas, le digo. Salían 50 euros con un 60% de rebajas. Ahora es buen momento para comprar, me dice. Nos sentamos en la arena. Al final decido no decidir nada. Abi se quita la mascarilla. Creo que  vamos uniendo una cadena de indecisiones. Otra indecisión más es la de si me baño o no. Abi me pregunta. Yo me baño si tú te bañas, le digo. Ella está cansada de mí y de mis juegos. La cosa nicótica se está enfriando. O quizás sea una trampa nicótica más. Un nudo nicótico. Recuerdo los primeros momentos de la mascarilla y el herpes en su nariz. Y yo con otro herpes en el sobaco. Me hubiera gustado que la culpable fuera la mascarilla. Pero quizás sea la falta de vitamina B12. Empieza a ponerse el sol. Me recuerda que si aún quiero ver el Neowise sólo me quedan un par de días para intentar el madrugón y la escapada al Teide. Yo me pongo muy serio y le digo que en el 86 fui testigo en esta playa del Halley. Pienso en las mil mascarillas. Y en las tiras que se rompen. En los nudos que intentamos. Hemos estado todo el día sin hablarnos porque no había electricidad en toda la isla. Ha sido una experiencia única. Casi nicótica. Abi me ha dejado solo. Creo que se está bañando. Apenas hay luz y no distingo sin gafas. Me pongo la mascarilla. Y busco al Neowise sabiendo que está aunque no lo vea. Lo invisible está de moda en estos días. Una boca invisible. La mascarilla es la nueva mueca. Abi vuelve del baño. Es una silueta oscura. Me imagino qué pasaría si no fuera ella. Si, por algún designio nicótico, fuera aquella estatua de mi lugar de trabajo, hecha por un Pigmaleón sin facultades extraordinarias que la hagan revivir, al menos en apariencia. Breton le pondría una mascarilla. Eso seguro. Yo ensayaría un acercamiento. Y entonces ella se quedaría rígida como el bronce del que está hecha. Estupidamente, le declararía mi amor nicótico. Que no es poco. Ella, inmutable, no diría nada. Sería lógico. 

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