La velocidad mecánica.

Se me ha ido de las manos. Se nos ha ido. Pedimos un vino Toro. Y no lo venden por copa. Nos dan una botella. Nos miramos como si nos pareciera demasiado alcohol para una cena. Pero entre nuestra indecisión y el argumento del camarero al exponer que por copas saldría más caro, nos ha convencido para aceptar pagar 15 euros por una botella. Flor de Vetus. Y hasta que llegan los huevos rotos con jamón de bellota y pimiento verde, nos ponen un pan con semillas crujiente y mantequilla especiada. La primera copa la paladeamos. No hemos dejado que respire. Yo no sé ni cómo agarrar la copa. Pero nos gusta. Y empezamos a hablar sobre los relatos de nuestras biografías que tienen como protagonista el alcohol. Las intoxicaciones etílicas. Yo recuerdo los tres relatos fundacionales de mi vida adulta. Aunque sólo uno de ellos es realmente fundacional. Y no tiene que ver con el alcohol. Y se da en mi adolescencia. Tiene relación con la ansiedad. Y con mi confusión al creer que lo que me ocurría tenía una explicación demoníaca o mágica. En este momento, me acabo de dar cuenta de que Lucila me mira de lejos. Voy a contarle mi relato sobre la velocidad. Lo que me ocurría en momentos de estrés o miedo intenso y que me empezó a ocurrir hasta en sueños. La sensación es de que mi entorno y la gente que me habla empieza a acelerarse de una manera sutil, como la imagen que capturan las cámaras que captan específicamente el movimiento. Voy escogiendo de manera cuidadosa las palabras. Lucila rompe con una cuchara y un tenedor los huevos rotos con jamón de bellota y pimiento verde. Me interrumpe constantemente. Se nos ha ido de las manos. Me habla del vino. Me pide que no le cuente historias tristes. Yo asiento como un sirviente. Y acepto su proposición. Acudo a los otros dos relatos. La velocidad tendrá que esperar. Hablamos de las primeras borracheras. Yo le cuento lo de la excursión y acampada, dirección Antequera. De cómo a medio camino nos encontramos con nuestro Salvador. Una especie de Jesucristo bajito y neozelandés con barba y gafas oscuras, pelirrojo. Nos pregunta en un español de gasolinera inglesa si nos hemos perdido. Sin tiempo para responder, nos empieza a llevar las mochilas. Todo ocurre a una velocidad extraña. Pero me he prometido dejar la cuestión demoníaca a un lado. Podría haberle dicho a Lucila que según los antiguos griegos el daimón es un genio benigno o maligno, una especie de criatura protectora, en el mejor de los casos, a medio camino entre las bestias y los hombres, que nos incita y acompaña o nos entorpece. Un destino finalmente. Pero sigo con la historia de la acampada titánica. Al parecer nuestro Jesucristo entrena para el Himalaya. Un daimón de nuestro tiempo. Y además trabaja practicando la curación con la mente y a distancia. Si esto lo cuento, pienso ahora, no se cree, si lo escribo tengo la esperanza de que por lo menos se entienda o se pueda leer. Interrumpo la historia de la acampada y salto a aquellos carnavales en los que con dos amigos más, nos terminamos una botella de anís del mono en unos 17 minutos. Lucila no para de reírse. Hablo de mi estrategia para conocer mujeres aquella noche, hablándoles de Platón y de Miguel Hernández. De mi intoxicación etílica. De mi parálisis en una acera. De mi disfraz de basurero galáctico o de un Luke Skywalker marroquí, luchando en El imperio contraataca. Lucila suelta vino por la nariz debido a una carcajada. Y ya no recuerdo más. A la semana siguiente, le digo ahora a Abi, me escribe preguntando por la marca del vino. A Abi le termino por contar mi relato fundacional y primero. Los otros dos ya se los he contado años atrás. Pero este se ha quedado enterrado. Su reacción es totalmente contraria a la de Lucila. Estamos en un parque de niños. Es la primera semana después del confinamiento en el que permiten el acceso. No tenemos niños, pero aún así hemos terminado sentados en un banco del parque, tras pasear un poco. Los dos nos hemos puesto las mascarillas. Cuando termino de contarle mi historia, me mira muy seria. Sólo le veo los ojos. Es inquietante. Y me empieza a contar que con menos de dos años recuerda (memoria emocional la llama) un momento de ansiedad en la que echa mucho de menos a su madre. Una sensación de mecanización de la realidad que a lo largo de su adolescencia se fue repitiendo. Descubro que lo que ella llama mecanización de la realidad se ajusta bastante a mi relato sobre la velocidad. Los tres relatos se convierten en uno. Las borracheras, lo demoníaco, la ansiedad. Me quito la mascarilla. Ella también. La velocidad mecánica, decimos casi al unísono. Mecánicamente, termina diciendo Abi. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

El puñetero pez plátano.

¿Qué arte?

Ideas.