Espejos.

Llegamos casi de noche a La Laguna. Conducía yo. Pero era su coche. Abi tenía la espalda rota. Me gustaba conducir su coche. Iba bien con marchas largas, decía Abi. Y era verdad. Es difícil encontrar aparcamiento a esa hora. Pero no dimos demasiadas vueltas. Abi me iba contando que su padre (un profesor retirado de Filosofía) había pasado la pandemia empapándose de los autores existencialistas. Con el fin de presentar una ponencia al terminar el confinamiento. Yo a su padre lo había tenido como profesor veinte años antes. Se apasionaba y divagaba. Supongo que yo sería igual si diera clases. Recuerdo que jugaba con las gafas buscando la palabra exacta de su discurso. Salimos del coche con un sabor a sal en la boca. Habíamos estado en el sur. Un baño rápido en el mar y un paseo. Ahora tocaba comer algo. Pero empezamos por un vino blanco de Frontera. Y ahí estaba Abi, frente a mí, recalando en su memoria. Respondiendo a ciertas preguntas. Sí, hacía un par de años que había aprobado por segunda vez las oposiciones a profe. Sí, el examen fue un caos. La defensa de la programación, un infierno. La prueba auditiva, una putada. Pero de los cuatro que pasamos la primera prueba, la única que no era francesa, era yo. Y me vine arriba. Había sólo tres plazas. El día que mi compañera me llamó para decirme que había aprobado con plaza, iba de camino a un evento llamado El desenterrador de palabras. Al colgar la llamada, seguí caminando como si nada. Cuando de repente, mi prima que era la persona que me había invitado a tal evento, me pregunta si me doy cuenta de lo que acaba de pasar. Ya no iba a dar clases a adolescentes nunca más. Empecé a llorar sin poder evitarlo. Abi me cuenta todo esto. Y yo la miro y pienso en los espejos que decoran el local en el que estamos. Y me adentro en alguno con el relato de sus últimos años. Un espejo dentro de un espejo, ya no es un reflejo cualquiera. Tiene una profundidad de apariencia que desconcierta. ¿Podría darse una fenomenología del espejo al igual que la nicótica?, me pregunto. El relato de Abi hace que yo relate su relato, una divagación como la de su padre que no pudo terminar su ponencia porque se había ido demorando en cada diapositiva más de lo pensado. Se había quedado en Schopenhauer, me había dicho Abi. Recordé que Vilas me llamaba Schopenhauer por mi tendencia a filosofar. A mí me hubiera gustado que me apodara con el nombre de otro filósofo, menos misógino quizás. Pero es lo que tiene divagar, relatar otros relatos, mirar un espejo dentro de otro buscándote. Alguien siempre te encontrará dentro del espejo, como aquel personaje de Carroll. Y quizás lo que vea de ti te sorprenda. Desde luego no me considero misógino. Pero hay muchas partes de la obra del alemán que he ido reteniendo. Su pesimismo lúcido tan en contra con estos tiempos de optimismo programado e impuesto, por ejemplo. Saco el móvil y hago una foto a los espejos del lado izquierdo. Aprovecho que Abi se ha ido al baño para enviársela por WhatsApp. A la vuelta le intentaré contar el relato de su relato. Como si estuviera dentro de uno de esos espejos. O quizás me termine el vino y pida la cuenta. Me gustaría madrugar mañana. Escribir, evacuar, entrenar. La triple E que diría Tina. Escaparme en uno de esos reflejos temporales en forma de reloj. Hasta ser sorprendido por alguien que no esperara verme tan lejos. Ey Schopenhauer, me diría Vilas. 

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