Siverio.

Siverio era delgada y sus pezones sabían a limón. En su hombro izquierdo descansaba una tríada de lunares color miel. Era morena como el Nesquik. Su pelo era un rulo indeterminado de canas y canela. Esbelta o arrugada según la postura de su frente. Con un ombligo prieto y unos pies oníricos dibujados en un papel. Tenía unas manos oportunas para la carpintería y para montar aquellos muebles que hacía mi padre. Un armario, un gabán o la restauración de una cómoda centenaria, por decir unos pocos que recuerdo. Escribo esto nada más despertarme. Pienso que alguna vez me hubiera gustado soñar con alguien así. Me levanto con ese apellido en la cabeza. La parte materna de mi padre. Su abuela concretamente era una Siverio. Nació en una cueva y no es exageración. Mi abuela fue la penúltima de cinco hermanos. Tampoco sé muy bien el motivo de ese deseo de sueño. Siempre me ha parecido un nombre de gran sonoridad. No diré nicótica, porque la uso demasiado (la palabra)  y sin saber bien su sentido. Las traducciones de los sueños son de risa. Una risa sorda como la de Ignatius Farray. Siempre me ha gustado pensar que la parte Siverio de mi vida es esa pequeña herencia manual y habilidosa de mis años. Cuando cocino o cuando escribo. Cuando pinto un patio o cuando limpio. Cuando monto una estantería. O cuando pongo tejuelos. No digo que lo haga bien o mal. Simplemente lo hago. Y ya es mucho. Vuelvo al cuerpo, como diría Santiago Alba Rico. Según he leído en su libro, hay tres huidas del cuerpo y tres recaídas. Las clasifica. Intentamos huir de tres formas distintas, a saber: por medio de la velocidad, por medio de la danza y a través del lenguaje. Y recaemos cuando nos aburrimos y el tiempo se detiene, cuando enfermamos y nos vemos atados. O por último, cuando tenemos hambre. El hambre es jodida, pienso. Pongo la cafetera cargada. Me imagino yendo a hacer una investigación sobre la genealogía de un apellido que no tengo. Recuerdo a Abi y su obsesión por establecer las tramas genealógicas de sus dos partes. Recuerdo burlarme de su fijación holmesiana. Pero esta mañana, avergonzado, la entiendo un poco. Con lo que escribo, intento huir y voy tecleando con mis dedos, haciendo externos mis pensamientos, ignorando al cuerpo que sin embargo me ayuda a huir. Una contradicción platónica. El cuerpo nos vuelve a recordar lo que somos. De momento y por hoy me recuerda que puedo seguir escribiendo. Mi parte Siverio. Que no es poca. 

Comentarios

Entradas populares de este blog

El puñetero pez plátano.

¿Qué arte?

Ideas.