Instagramer.

Abi me está proponiendo que retomemos lo de los nicóticos. Que difundamos su visión como si fuera evangélica. Nos morimos de la risa. Yo lo único que quiero es seguir escribiendo, me dice. Hablamos de mi tímido intento de usar Instagram para difundir el blog. Hay algo de esto que nos hace acordarnos del proyecto de Sabina. Vamos dando un paseo nocturno por Santa Cruz. Es la primera vez que Abi y yo exploramos la capital. Buscamos un lugar donde comer algo. Abi sugiere El imperial. Y yo recuerdo a mi padre que siempre me hablaba de los bocadillos de ahí. Tengo recuerdos muy tempranos de estar entre mi padre y mi madre, o quizás en las rodillas de algunos de los dos. Ellos desayunan sentados cerca de la barra. Vamos ahí porque está en frente del centro médico donde me vacuno, es muy temprano. A Abi no le cuento nada de esto. Curiosamente nos alejamos del bar. Y nos vamos acercando a lugares que cierran o que están en su día de descanso. Le he dicho a Abi que mi segundo nombre es Teófilo. Le he ido dando pistas para saber si lo averiguaba. Y ahora entiendo que han sido falsas. Ese nombre tiene un origen griego y no latino. No sé por qué cada vez que pienso en un posible segundo nombre me sale ese. Hace unas horas íbamos serpenteando por la arena de la playa. Voy a escribir sobre esto, me ha dicho. Nos habíamos pasado el día investigando sobre una posible forma de monetizar el blog. Nos había quedado la resaca de lo nicótico. Y tras el proyecto fallido de Sabina y su editorial Nicotics, nos fuimos disgregando. Yo me cambié de mundo y de biblioteca. Seguí dando clases particulares. Y fui olvidándome de la escritura y de las historias nicóticas. El confinamiento nos puso en perspectiva. Las últimas cosas o las primeras se fueron poniendo a la vista en el horizonte de mi casa. Me asomaba con un café a la calle desde la ventana del salón, queriendo pensar que estaba en la terraza de una cafetería. El teletrabajo, los grupos de WhatsApp, las videollamadas, el ejercicio físico, las salidas a comprar o a tirar la basura. Las visitas a mi madre. Los encuentros clandestinos con Tina. La reorganización de los muebles de mi casa. El inventario de los libros. Las rutinas sobre la higiene, los pasos a contar de un lado a otro de la casa, los aplausos de las 19:00 horas. Y una extraña noción del tiempo dando saltos abstractos a veces y muy lentos y pesados otras. Y Abi enviándome un correo electrónico, volviendo de un exilio de años en los que no habíamos sabido nada del otro. Ahora, entramos en La panza de burro. Un local de moda. Mientras nos van sirviendo el vino, recuerdo el caos mental del que venimos. Horas infinitas buscando una forma de lucrarnos con todo esto. Yo le he dicho a Abi que me da mucha pereza todo este tema. Que simplemente quiero volver a escribir como los días anteriores. Sin expectativas. Hoy hemos viajado mentalmente. Desde las horas casi nocturnas del paseo de la playa hasta el peregrinaje por las calles de la capital. Cuando ha llegado el segundo plato, una ensaladilla adornada con ralladuras de coco y unos langostinos en tempura, Abi me ha dicho muy seria que lo único que quiere es seguir escribiendo. Lo dice como si no lo hubiera dicho antes. Lo dice como si no me hubiera escuchado que yo también lo había dicho antes. La entiendo. Te entiendo, le digo. La combinación de sabores de este plato exótico me saca de la abstracción. Le pido a Abi unos segundos para ir al baño. Allí consigo vomitar. Me refresco la cara y me pongo la mascarilla como puedo. Al regresar a la mesa, el camarero me indica que la joven ha pagado la cuenta y que se ha marchado. Supongo que se habrá ido a escribir, pienso. Abandono el restaurante e imagino una muerte lenta en una esquina. Abi me llama desde el otro lado de la calle. Lo tengo, me dice. Y me enseña su móvil. Ha estado escribiendo en su blog. Vaya mierda de plato ese de langostinos y coco, me dice. Esto es lo que quiero. Y me envía su último post. Casi con agradecimiento voy leyendo todo lo que hemos ido haciendo este día. En el post se dirige a mí como el instagramer. Y no podemos parar de reírnos. No sé cómo acabará la noche. Pero sé que mañana escribiré algo. Y respiro aliviado. 

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