Un rayo de luz (rastreadores).



Abi me recogió sobre las 14:20 horas. El coche era el mismo de hacía cinco años. Pero esta vez, hacía un ruido que no le había notado antes. Cuando me subí se lo dije. Debatimos un poco sobre la posibilidad de dejarlo aparcado e ir en el mío.Casi habíamos salido del primer confinamiento por el covid y ninguno de los dos había arrancado su coche. Yo me quedé sin batería la primera semana del confinamiento. La de su coche seguía cargada. Había pasado un mes desde que me escribió por email. Me había sorprendido tanto. En la radio sonaba la canción de McEnroe, Un rayo de luz. La llevaba puesta en bucle. Todo el viaje hasta la playa fuimos escuchándola. Apenas hablamos. Era nuestro primer viaje después de tanto tiempo. Aunque eran unos 50 kilómetros, me pareció estar haciendo un viaje a otra isla. El llamado síndrome de La cabaña nos había vuelto cuidadosos. Yo no tenía ninguna prisa por saltarme el confinamiento. Y ella tampoco, según me decía. Tras el email de un mes atrás, nos pasamos los números. Nos mandamos audios por WhatsApp, contándonos casi cualquier cosa. El paisaje del sur me parecía como siempre. Seco y amarillo. Pero esta vez, después de tres meses en casa, era como si lo viera con otros ojos. El paisaje seguía igual pero mis ojos no. Y quizás eso hacía que también cambiase un poco el paisaje. De repente, Abi se fijó en los molinos de viento. Unos que estaban en el lado derecho de la autopista en dirección sur. Las aspas tenían una forma diferente de las que estábamos acostumbrados a ver por esa zona. Nos extrañó verlos ahí. Yo no los recordaba así. Y ella tampoco.
Mi padre había tenido un fallo orgánico, a raíz de una medicación excesiva. Le produjo un deterioro cognitivo que se asemejaba a una especie de demencia senil. Estuvo seis meses así. Había fallecido dos años y medio atrás. Todo aquello me rompió por dentro. Se lo dije a ella. Íbamos buscando el sol. Nos arrastrábamos con la toalla, a medida que la sombra se agrandaba. A su padre le hacían un cateterismo al día siguiente. Y recordé que a mi madre se lo tenían que hacer (en realidad se lo habían hecho antes del covid y el primer confinamiento, pero no lo recordaba). Me inventé el recuerdo. En ese recuerdo, a mi madre no le habían hecho nada y no sabía por qué. Recordaba todo lo anterior. La consulta familiar sobre los riesgos de la prueba, el intento de asumir una responsabilidad que no era nuestra sino de mi madre. Pero no recordaba que mi hermana la había acompañado y que mi madre se había quedado en mi casa luego. Que todo había salido bien. Cuando días después le pregunté a mi madre, me lo contó todo. Le conté que no lo recordaba, me dijo que seguramente se debía a que todo había salido bien. Y me había despreocupado. A veces, sólo recordamos lo que nos duele.
Cuando por fin decidió darse un baño, habían pasado unas cuantas horas. Habíamos hablado de tanto. Como siempre que nos veíamos. Esta vez le tocó hablar más a ella. Yo escuchaba y alguna vez preguntaba algo. Me habló de su primer novio y de una perra que había tenido a los tres meses de estar juntos. Eran dos niños de 17 años. Ese tipo de cosas marcan. La perra era una mezcla de otras razas. Recordaba a una Border Collie. Paseando por la rambla en una tienda de animales, el dueño le había regalado la cachorra. Luego vinieron los planes para que los padres no pudieran negarse. Vino algún que otro susto, algún llanto. Pero la perra se quedó con ella toda su vida. Se levantó y se quitó la parte de arriba del bikini. Se liberaba un poco, decía. Se me ocurrió que podía dar clases particulares. Con el trabajo de la biblioteca a veces se me hacía difícil llegar a final de mes. No se lo dije a Abi. La vi andar hacia la orilla. La luz de las cinco de la tarde bañaba aquella costa. No soplaba demasiado fuerte el viento y el mar parecía calmado. La vi alejarse, comprobar la temperatura del agua. Y sumergirse de forma vertical como si quiera sentarse o simplemente dejarse caer. Lo que ocurrió luego, tampoco sé explicarlo bien. Pero no la volví a ver. Supongo que Abi había vuelto en su coche así que la única forma que tenía de volver a casa, era en transporte público. Me dirigí a la estación a esperar a la próxima guagua. Ya en el camino de vuelta empecé a preguntarme qué había pasado. Y no me lo podía explicar. Sólo describirlo. Me imagino que Abi regresó del baño y se dio a la fuga. Noté que no estaban sus cosas. Intenté buscar cobertura con el móvil y cuando la tuve, la llamé varias veces, le escribí, le mandé un audio, una foto de mi cara quemada por el sol. Pero nada. Yo me había quedado dormido. Al día siguiente, puse mi foto en el estado del WhatsApp. Recibí algún mensaje de preocupación, alguno preguntándome si aquella cara roja era por el covid. Mi respuesta siempre era: Un rayo de luz.

Chico Talens, Crónicas Nicóticas.

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