Azoteas.

Azoteas hay muchas. De distintos tamaños y colores. Orientadas al norte o al sur. Con un claro gusto a infancia por las mañanas y un recuerdo tranquilo por la tarde. De verbena nocturna en alguna ocasión de bombilla vieja. No es igual la azotea de la casa de mi madre que la del edificio donde vivo. Un techo sólo para antenas. Eché de menos tener una azotea en el confinamiento. Ayer fui a buscar a Malena. Llevaba unos meses sin verla. A penas recordaba dónde estaba su casa. Llegué algo desorientado. Mandé audios. Ella me contestó con otros. Eran cerca de las diez de la noche y aún había algo de luz. Y una luna suspendida a varios puntos sobre el horizonte. Algo rasgada y ligeramente amarilla. Malena iba vestida con vaqueros y una blusa naranja. A juego con su pelo. Malena es intensa y dramática en todo lo que narra. Pone caras que acompañan a las palabras de una manera que me hace comentarle todo el tiempo las caras que pone. Hablamos de Gaddis y de la novela suya que estamos leyendo. Y le digo, como si fuera un experto, que la diferencia entre ese tipo de literatura y la literatura más comercial es que los personajes no cuentan cómo son, se muestran cómo son, a través del comportamiento narrado y descrito. Aunque no creo del todo en lo que le digo. No quiero caer en lo oscuro. Y medio avergonzado, callo. Me resulta conocida sin conocerla. Me contactó por Facebook, diciéndome que le gustaba lo que compartía. Fue durante el núcleo duro del confinamiento. Me contó que teníamos una amiga en común. No me sorprendió que fuera Sabina. La hermana pequeña de Alba. La parte nicótica del confinamiento, pensé entonces. Salimos en mi coche en dirección a La Laguna. De camino me preguntó a qué sitio tenía pensado ir. No había pensado en ninguno. Tras aparcar, fuimos descartando varios hasta llegar a uno que tenía como nombre Mal de la azotea. Pese a mi resistencia a entrar, una camarera excesiva en todos los aspectos nos retuvo casi a la fuerza. Se presentó con el nombre de Rosa. Nos llevó a una azotea cubierta. Plantas en parterres decoraban los parapetos. Y unas pérgolas enormes nos protegían de una fina lluvia y algo molesta. Rosa sacaba las sillas de plástico de un cuarto y nos acomodaba. Se comportaba como una madre de posguerra. Llevaba una mascarilla. Y nos pidió que la mantuviéramos hasta estar sentados. Al decirle que era intolerante a las setas, nos contó una historia terrible sobre su intolerancia a los boletus. Cómo pasaba días con nauseas y sin poder vomitar. Salvo si los comía dentro de una croqueta. Pedimos un vino blanco seco. Malena fue contándome una historia tras otra. Yo recordaba la intensidad que habíamos mostrado la última vez que nos vimos. Habíamos tocado el tema de Heidegger y el olvido del ser. Un tema delicado, decía Malena. Me habló de su teoría de los nombres. Todas las personas que he conocido con el mismo nombre se parecen, dice con entusiasmo. Y su idea de hacer una marca anti Mister Wonderful. Frases más reales. En contra de ese optimismo impuesto. Mister Terrible, quizás. Y mi sorpresa al confesarle que había llegado a la misma idea por otros caminos. Nos fueron llegando los platos, y se fueron acumulando. Saquitos de gorgonzola y nueces, croquetas de espinaca, ensalada de pollo crujiente. Y un pan enorme. Rosa aparecía con una frecuencia sospechosa. Me quiso limpiar la mancha de vino blanco de mi camisa. Malena me sigue contando. Es una gran narradora. Me distrae con sus caras. Y tengo que recordar no interrumpirla demasiado. Salimos soltando carcajadas por Rosa, la azotea y el olvido del ser. Callejeando un poco llegamos a un bar de copas. Pedimos dos gin tonics. Y en la mesa de al lado un grupo de hombres discute con el camarero. Al parecer su cuenta asciende a 44 cañas. Uno del grupo que se presenta como portavoz nos pregunta a todos los de la sala si no nos parece un error. Malena se pronuncia. Le pregunta desde qué hora llevan bebiendo. El portavoz le dice que eso no importa. Malena se posiciona al lado del camarero. Yo no espero esa reacción de ella. Y mi tendencia a pasar desapercibido se va al traste. En pocos segundos me imagino dentro de una pelea woodyallenesca. Pero el portavoz la ignora. Te las habrás bebido tú que estás mal de la azotea, le dice caminando en zigzag en dirección al baño. Yo ya ando algo bebido pero no se me escapa el asunto de las azoteas. Se lo quiero decir a Malena. Pero la veo entusiasmada hablándome sobre la diferencia entre la filosofía y la ciencia. Para ella, lo interesante de la filosofía son todas las posibles respuestas que da a las preguntas eternas. No te queda nada conmigo, me dice. Cuando menos me lo espero, estoy llevándola de nuevo a su casa. Me despido con un abrazo. Y con la promesa de volver a vernos para seguir con Heidegger y el olvido del ser.
La luna está muy alta. Y a mí me da por pensar en cómo estarán las azoteas en unas horas, cuando amanezca. 

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